…De repente, todo el restaurante quedó en silencio. Entre el ruido, la música, el tintineo de los platos y las risas, se oía la voz de Katia: débil, temblorosa, pero decidida.
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—No comas eso… Tu mujer… le puso algo a la comida…

 

 

 

Andrei Vorontsov, un hombre alto y corpulento de unos cincuenta años, miró a la chica con recelo. Su servilleta, perfectamente almidonada, yacía sobre su regazo y el tenedor flotaba en el aire. Frunció el ceño.

—¿Qué dices, niñita? —su voz era grave, con un dejo de irritación—. ¿Es una broma?

Estaba a punto de decirle al camarero que la echara cuando una voz femenina aguda lo llamó a sus espaldas:

—¿Qué pasa aquí?

Veronika estaba en la puerta del comedor; su vestido rojo brillaba con fuerza contra el interior de color pastel. Parecía perdida, pero Katia la vio: había una inquietud en sus ojos que intentaba ocultar.

—Lo envenenaron —dijo Katia sin rodeos, sin apartar la vista de la mujer—. Lo vi. En la cocina. Echaron algo en la comida.
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Se hizo un silencio opresivo. Alguien colocó con cuidado un vaso en la mesa. Varios comensales se levantaron y se acercaron con curiosidad. Todos miraban a una chica delgada y sucia con los ojos muy abiertos. Le temblaban las manos, pero su voz era firme.

—¡Esto es una tontería! —gritó Veronika, intentando sonreír, pero le temblaban los labios—. Solo es una niña de la calle… ¡Échenla!

Pero Andrei, sin apartar la vista del plato, lo apartó. Su expresión cambió. Algo en la voz de la chica, en su mirada, en la inesperada determinación de sus palabras, le hizo dudar.

—Llama a la policía —le dijo al camarero—. Y a una ambulancia. Y… que te hagan un análisis químico. Inmediatamente.

El rostro de Veronika palideció.

—¿No… me crees?

—¿Debería?

Katia permaneció inmóvil. El corazón le latía con fuerza, pero sabía que no había vuelta atrás. Había hecho lo que tenía que hacer.

Media hora después, el restaurante estaba rodeado por la policía. Los clientes y el personal fueron escoltados fuera, y los investigadores comenzaron a hacer preguntas. Se llevaron la comida para analizarla.
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Unos días después, llegó la confirmación: la comida contenía un potente veneno que causaba un paro cardíaco en cuestión de minutos. La dosis era suficiente para matar a un adulto.

Veronika Vorontsova fue arrestada. Los motivos llenaron los titulares: celos, control del negocio, disputas familiares, el deseo de reclamar una herencia. Y Katia, una chica sin hogar, se convirtió en una heroína inesperada.

Katia estaba sentada en la oficina del investigador, acurrucada en un gran sillón de cuero. Le habían dado té y galletas. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía segura.

—Salvaste la vida de un hombre —dijo el policía sonriendo—. Y no a un hombre cualquiera, sino a un hombre importante. Hiciste algo extraordinario.

Hizo una pausa.

—Y ahora, Katia, dime… ¿dónde vives?

Katia bajó la mirada. No quería volver a la calle. Pero estaba diciendo la verdad.

Al día siguiente, los periódicos publicaron titulares como: «Niña sin hogar descubre complot», «Katia salva la vida de un millonario», «Pequeña heroína con un gran corazón».

Andrei Vorontsov acudió personalmente al centro donde la niña había sido trasladada temporalmente. Se sentó frente a ella y colocó una caja con una cinta sobre la mesa.

—Hay algo dentro para ti —dijo con dulzura—. Pero primero, quiero decirte algo.

Katia lo miró con cautela.

—No solo me salvaste la vida. Me abriste los ojos. Durante años, viví junto a alguien que me deseó la muerte sin siquiera darse cuenta. Tú lo viste… y no te quedaste callado. Eso es verdadero coraje.

Abrió la caja. Dentro: ropa de abrigo, un juego de acuarelas, cuadernos y… una llave pequeña.

—Esta es la llave de tu nuevo hogar. Si quieres. Tengo un apartamento grande y me encantaría que vivieras allí. No como empleada doméstica. Como hija.

Katia apretó los labios. No estaba acostumbrada a la amabilidad. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Yo… no sé qué decir.

—Dime si quieres probar una nueva vida. Sin botes de basura. Sin miedo. Con escuela. Y con calor.

Asintió.

—Quiero.

Pasaron unos meses. Katia iba a la escuela, pintaba, y siempre había una hogaza de pan fresco junto a su cama: símbolo de aquel día en que su vida cambió para siempre.

Y cada vez que alguien le preguntaba: «¿Tuviste miedo aquella vez en el restaurante?», respondía:

—Sí. Pero me daba aún más miedo no hacer nada.

Porque a veces, incluso un corazón pequeño puede lograr algo grande.