Vera no entendía. Había creído que el amor lo podía todo. Que cuando alguien te quiere, te acepta con todo, con tus defectos y con tus cargas. Pero lo que había encontrado en Dmitri era solo miedo y rechazo.

Vera no podía dejar de llorar mientras miraba por la ventana del pequeño café. La lluvia caía con fuerza, como si el mundo entero quisiera ahogar sus pensamientos, como si todo lo que la rodeaba estuviera en pausa. A sus 42 años, se encontraba en un momento crucial de su vida: sin casa propia, sin pareja, y con un hijo al que criar sola. Pero lo peor no era eso. Lo peor era la sensación de ser invisible.

“¿Quién querría a una mujer como yo?”, se quejaba entre sollozos, mientras las lágrimas caían por su rostro. Su amiga Nadia la observaba en silencio, sin palabras, pero su presencia era todo lo que Vera necesitaba en ese momento.

Se acordó de aquel día, hace seis meses, cuando conoció a Dmitri. Él era todo lo que había soñado: culto, atento, cariñoso. Al principio, pensó que su vida finalmente había dado un giro. Tras tantas relaciones fallidas, había creído que, por fin, alguien la aceptaría, a ella y a su hijo. Pero, en lugar de eso, la verdad de su vida había salido a la luz de la forma más cruel.

Vera había ocultado su situación, temerosa de perderlo. Le había dicho que vivía sola, que su apartamento estaba en reformas y que todo estaría bien. Y Dmitri, sin sospechar nada, se había enamorado de ella. Pero lo que Vera no sabía es que, para Dmitri, los hijos no formaban parte del plan. Él no quería tener hijos, y mucho menos aceptar a un niño ajeno.

Cuando le dio la noticia de su hijo, de repente, su mundo se vino abajo. Dmitri frenó el coche, la arrojó fuera de su vida con palabras que desgarraron su corazón. “No hay boda”, le dijo, quitándole el anillo del dedo. “No construiré nada con alguien en quien no confío.”

Vera no entendía. Había creído que el amor lo podía todo. Que cuando alguien te quiere, te acepta con todo, con tus defectos y con tus cargas. Pero lo que había encontrado en Dmitri era solo miedo y rechazo.

Esa tarde, sentada en el café, se sentía aún más perdida. Nadia la miraba con comprensión, como si entendiera cada palabra no dicha, pero no sabía qué hacer para consolarla.

— “Estoy agotada, Nadia. No sé qué hacer, estoy tan cansada de vivir de esta manera. Solo quiero una oportunidad. Un lugar donde mi hijo y yo podamos ser felices. Pero parece que nada cambia. Nadie me ve. Nadie me quiere.”

Nadia, con suavidad, le acarició el hombro, pero las palabras parecían vacías. ¿Qué podría decir para aliviar tanto dolor? Pero Vera no podía callar. Necesitaba desahogarse, necesitaba liberar toda esa carga que llevaba dentro.

Recordó aquel día con André, el padre de su hijo. Al principio, todo parecía tan prometedor. Al principio, había creído que esta vez todo sería diferente. Había llegado a casa corriendo, con la prueba en mano, llena de esperanza, lista para compartir la noticia más hermosa de su vida. Su corazón latía con fuerza mientras entraba a la cocina, donde André estaba sentado, absorto en su teléfono.

— “¡André! ¡Vamos a tener un bebé!” —exclamó, con los ojos brillando.

Él no reaccionó como esperaba. En lugar de sonreír y abrazarla, se quedó mirando la hoja en sus manos, la mandíbula apretada.

— “¿No estás feliz?” —le preguntó, intentando contener las lágrimas.

Pero André no respondió como ella esperaba. Su mirada era fría, distante. Él no la abrazó, no la felicitó. La miró como si fuera una carga más en su vida.

— “¿Cómo esperabas que reaccionara?”, dijo, devolviéndole la prueba con indiferencia. “No estoy listo para ser padre. Ni siquiera hemos hablado de matrimonio.”

La decepción de Vera fue indescriptible. ¿Por qué las cosas siempre terminaban así? ¿Por qué siempre parecía ser ella quien se quedaba atrás, quien luchaba por algo que nunca se materializaba? Mientras miraba la taza de café en sus manos, entendió que nada cambiaba, que siempre quedaba atrapada en un ciclo de desilusiones.

Vera se levantó, mirando a Nadia con una mezcla de agotamiento y desesperación.

— “Estoy tan cansada de esperar. Tan cansada de intentar ser algo que nunca seré. ¿Dónde está la fuerza, Nadia? ¿Cómo lo hago? ¿Cómo sigo adelante?”

Nadia se levantó y la abrazó. Las palabras eran inútiles, pero el abrazo, cálido y firme, era lo que Vera necesitaba en ese momento. A veces, solo saber que alguien está allí, sin pedir nada a cambio, puede ser el mayor alivio.

Vera no sabía qué futuro le esperaba, pero en ese instante, por primera vez en mucho tiempo, entendió que no estaba sola.