Un año después de casarse, Lisa todavía no había encontrado su lugar en la vida de su marido, Kirill, ni en su apartamento, ni en su familia. Desde el día en que se mudó con él, las pequeñas incomodidades se acumulaban, la mayoría de ellas impulsadas por Tamara Sergeevna, la madre de Kirill.
Aquella mañana, Lisa limpiaba el estante de la sala, organizando los pocos libros que había traído de su apartamento anterior. No había muchas cosas que pudiera considerar suyas en el hogar de Kirill, solo algunas pertenencias que aún intentaba encajar en la vida de él, sin que pareciera que estaba invadiendo su espacio. Pero cada objeto, cada intento de hacer suyo el lugar, parecía ser recibido con desdén.
De pronto, Tamara Sergeevna apareció, como siempre, con una caja de cristal en las manos. Lisa, al ver la caja, supo que aquello no presagiaba nada bueno.
— ¿Lisa, qué es esto? —preguntó, levantando la caja con copas de cristal, con un tono que hacía imposible saber si se trataba de una curiosidad genuina o de una desaprobación contenida.
La mano de Lisa tembló mientras intentaba responder, desordenando las cosas en su prisa por dar una respuesta que evitara una confrontación.
— Es un regalo de bodas de mi madrina —intentó sonreír sin mucho éxito, buscando la manera de apaciguar la creciente tensión. — Cristal, checo.
Tamara Sergeevna frunció los labios y dejó la caja con disgusto.
— Guardar cosas tan insípidas en el salón de mi hijo… Pensaba que eras una chica inteligente —comentó, como si esas copas de cristal fueran lo peor que le había pasado en toda la mañana.
Lisa quería contestar que ese era el salón de ellos dos, pero se contuvo. Tenía que mantener la paz, al menos hasta que la boda estuviera detrás de ellos.
— Claro, Tamara Sergeevna. Los guardaré.
Tamara Sergeevna echó un vistazo al resto de la sala, su mirada inspeccionaba cada rincón como si estuviera buscando una nueva oportunidad para criticar. Su cara reflejaba una irritación que Lisa ya comenzaba a conocer demasiado bien.
— Y esos libros feministas tuyos también deberían guardarse. El chico no debería verlos —comentó, señalando los libros en la estantería.
Lisa respiró profundamente, pero mantuvo la calma. No iba a permitir que eso la molestara, al menos no frente a su suegra. Tamara Sergeevna continuaba mirando todo con desdén, como si estuviera evaluando cada acción que Lisa tomaba.
— Kirill me pidió que los pusiera en un lugar visible. Dice que está orgulloso de mi colección —mintió Lisa, esperando que eso fuera suficiente para suavizar la actitud de la mujer.
— Mi hijo sabe de literatura. No lee tonterías —respondió Tamara Sergeevna sin dudar, como si sus palabras fueran la última palabra sobre cualquier tema.
Lisa no contestó, pero en su interior se revolvía. No podía entender cómo alguien podía ser tan negativo y controlador. ¿Qué había hecho para merecer la constante desaprobación? ¿Acaso no estaba haciendo todo lo posible por ser parte de esa familia?
El día continuó, y Lisa comenzó a preparar la cena. El aroma a cebolla fresca inundaba la casa, y ella sabía que esa era otra batalla por librar. Tamara Sergeevna apareció en la cocina casi inmediatamente.
— ¿Qué es ese olor? ¿Estás friendo cebolla? —preguntó, arrugando la nariz.
— Solo estoy preparando la cena, Tamara Sergeevna —respondió Lisa con una voz que intentaba sonar tranquila.
— El apartamento de mi hijo siempre olerá a cebolla ahora, ¿eh? —comentó con una sonrisa irónica, como si esa fuera una ofensa insuperable.
Lisa suspiró, mirando el reloj. Kirill había prometido regresar a las siete, pero le parecía que cada minuto con su suegra era una eternidad. Sin embargo, sabía que su vida no podía ser solo una batalla contra Tamara Sergeevna. Quería estar bien con Kirill, pero él no parecía darse cuenta de lo difícil que era.
Después de la boda, las cosas no mejoraron mucho. Tamara Sergeevna seguía haciendo comentarios y controlando los pequeños detalles de la vida de Lisa y Kirill. Incluso cuando la joven le dijo que quería ayudar con el pago de la hipoteca del apartamento, la respuesta de Kirill fue tibia.
— ¿Por qué pagas su apartamento? —preguntó la madre de Lisa, sorprendida en su última visita.
— Somos una familia, mamá. Nos ayudamos mutuamente —respondió Lisa, sin querer admitir que ella estaba pagando la mayor parte de la hipoteca. Aunque Kirill parecía tener grandes planes y perspectivas de futuro, su trabajo en una startup no era suficiente para cubrir las responsabilidades económicas del hogar.
Lisa nunca dijo la verdad: pagaba más de lo que cualquier persona en su posición hubiera considerado justo. Pero lo hacía por amor. Por su amor a Kirill, porque creía en su futuro. Sin embargo, la presión comenzaba a ser demasiada. La constante aprobación de Tamara Sergeevna nunca llegaba, y Lisa se sentía atrapada entre el amor que sentía por su marido y el agotamiento que le provocaba la familia que había heredado junto a él.
El amor de Lisa por Kirill parecía más una lucha por encajar que una historia romántica idealizada. Pero al menos sabía una cosa: aunque Tamara Sergeevna siempre tuviera una crítica lista para ella, Lisa se estaba construyendo una vida que, al final, sería suya, aunque no fuera como había imaginado.
“Mi hogar”, pensaba Lisa, “será el lugar donde yo decida que lo es”.
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