Lyuba despertó sobresaltada por el frío penetrante que se colaba por las grietas del techo del ático donde se refugiaba. El viento otoñal soplaba con fuerza, y la fría brisa le calaba hasta los huesos. Su chaqueta, un trapo viejo y deshilachado, ya no le ofrecía abrigo. Las calles de la ciudad seguían su rutina frenética, ajenas a la vida rota de Lyuba. La publicidad brillante de una valla justo enfrente del ático le recordaba, una vez más, una vida que nunca tendría. Mientras tomaba las pocas monedas que le quedaban, pensó en las horas de trabajo que le costarían conseguir otro mendrugo de pan y un poco de kéfir.
El trabajo le era esquivo, porque ser una ex reclusa en una ciudad que lo condena todo, era una carga más pesada que cualquier prisión. Nadie la contrataba, y aquellos que lo intentaron rápidamente se retractaron cuando su pasado salía a la luz. Sin embargo, ese día, mientras comía un panecillo barato en un banco, algo sucedió que cambiaría todo.
Una niña en moto pasó a toda velocidad por la calle, saltándose el semáforo en rojo. El sonido de un camión a gran velocidad se unió a la alarma en su cabeza. Sin pensarlo, Lyuba corrió hacia la niña y la agarró justo a tiempo, evitándole una muerte segura. La motoneta desapareció bajo las ruedas del camión, y el rugido de los metales retumbó en sus oídos.
La niña, atónita, miraba a Lyuba con los ojos llenos de lágrimas.
“¿Adónde vas tan rápido? ¿No escuchaste el claxon?”, la regañó Lyuba con suavidad.
“Estaba escuchando música… No pensé que algo podría pasar”, respondió la niña, aún desconcertada.
“Vamos a casa, mejor no saltar frente a los coches”, sugirió Lyuba.
La niña, que resultó ser Nadya, la llevó a su casa, una mansión enorme con una alta valla. El guardia que vigilaba la puerta no permitió a Lyuba pasar, pero Nadya lo convenció de que era amiga, y la dejó entrar. Nadya se fue rápidamente a ver a su padre, y Lyuba se quedó esperando, sintiéndose fuera de lugar, observada con desdén por el guardia.
Dentro de la mansión, Viktor Nikolaevich, un hombre de negocios adinerado, frunció el ceño mientras leía documentos en su oficina. Nadya irrumpió, emocionada, relatando lo sucedido. Cuando Viktor se enteró de que una mujer desconocida había salvado a su hija, su rostro palideció, y abrazó a Nadya con fuerza. La preocupación en sus ojos era palpable.
“¡Ya no irás a ningún lado sin alguien que te acompañe!”, exclamó Viktor, preocupado.
Agradecido pero también inquieto por lo sucedido, Viktor pensó en cómo podría agradecerle a esa mujer desconocida. No tardó mucho en decidir que le ofrecería un trabajo. Quizá, en algún lugar, esa mujer pudiera encontrar su dignidad.
Semanas después, Viktor contactó a Lyuba. Sin embargo, no le ofreció un trabajo en su empresa. En lugar de eso, le ofreció algo aparentemente sencillo: un puesto de trabajo en su casa como empleada doméstica. Le explicó que no era solo por gratitud, sino porque deseaba darle una oportunidad. Lyuba aceptó, sin pensarlo demasiado. Tenía poco que perder.
Pero cuando Viktor instaló cámaras en su casa para asegurarse de que todo funcionara correctamente, no tardó en horrorizarse. A través de las grabaciones, vio algo que nunca imaginó. Lyuba no solo mantenía la casa impecable, sino que, en sus ratos libres, hacía más que trabajar. En las horas en las que nadie la observaba, ella no solo limpiaba o cocinaba; también miraba por la ventana y observaba con tristeza el paisaje de la ciudad, sus ojos llenos de deseos no cumplidos. Cada día, Lyuba se sentaba en la silla más cercana a la ventana, con las manos enlazadas, mirando las luces de la ciudad, como si las viera como un espejo de sus propios sueños rotos.
A Viktor le dio miedo darse cuenta de que, más allá de la mujer que había sido encarcelada, había una persona profundamente humana que anhelaba algo más que un trabajo o una compensación por un acto heroico. La historia de Lyuba no era solo la de una ex reclusa, sino la de alguien que luchaba por encontrar su lugar en un mundo que parecía no tener cabida para ella.
A pesar de las cámaras, el hombre millonario comenzó a comprender que no era el trabajo lo que Lyuba necesitaba, sino una verdadera oportunidad para redimir su vida. Decidió ofrecerle más que una posición de servicio en su hogar; le ofreció un camino hacia su propio destino, una nueva posibilidad para empezar de nuevo.
Sin embargo, lo que Viktor no esperaba es que, mientras observaba las grabaciones, la mujer que había salvado a su hija comenzaba a despertar algo en él. Un respeto, un cariño que no tenía previsto. La gratitud había dado paso a algo mucho más complejo.
La historia de Lyuba y Viktor estaba lejos de ser sencilla, y mientras ella empezaba a encontrar una nueva esperanza, Viktor se dio cuenta de que, a veces, el precio de la gratitud no era algo que pudiera pagarse con dinero.
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